EL JUEGO
por
Agnes Heller
Del libro “Sociología de la vida cotidiana”
El rasgo común de las
acciones que hemos examinado hasta ahora es el de ser partes y fundamentos de
la reproducción social, el objetivarse en ella. El hombre es siempre
responsable de estas acciones y del saber que en ellas se manifiesta. Pero hay
un tipo de acción, directa o verbal, y de saber correspondiente que no entra en
el círculo de la reproducción social y de las cuales no se es responsable. Se trata del juego. Un aspecto común y esencial de todo juego es que desarrolla o moviliza capacidades humanas,
sin ninguna consecuencia) Si alguien recita una escena en la que mata al
hijo del rey, esto no trae consecuencias, porque en realidad no le hace nada. Si uno gana a un amigo al ajedrez, el
hecho no tiene consecuencias reales, porque en
realidad no le causa ningún daño. Cuando esta ausencia de consecuencias
acaba, ya no se trata —aunque permanezca inmutable la forma lúdica— de un juego
en lo referente al contenido. Así sucede, por ejemplo, en el profesionalismo.[1] Es cierto que el juego, además de las facultades, pone
también en movimiento a menudo las pasiones. Sin embargo, la ausencia de
consecuencias sigue siendo posible por la intervención de las formas normales
de autocontrol, «hay
que saber perder» es la conocida norma del juego, y quien no la respeta, pasa
por un aguafiestas.
A causa de esta falta de consecuencias la moral del juego es radicalmente distinta de la moral de la vida. La única moral del juego estriba en la observancia de las reglas, y esto sólo en los juegos que las poseen. Dentro de las reglas todo es posible. El jugador no debe tener miramientos con el otro. Sería absurdo jugar mal para dejar ganar al adversario. Cuando en los jugadores aparecen motivaciones de este género, es porque provienen «de fuera», «de la vida», no pertenecen a la esfera inmanente del juego.
En el momento en que se
presenta la responsabilidad moral, se está ya fuera de los límites del juego;
«nos dejamos ganar, ya no es un juego», dicen los niños en quienes se ha
desarrollado ya el sentido de este punto-límite.
(La ausencia de la responsabilidad en la esfera lúdica no impide que en el
juego se manifieste también el carácter del hombre. El homo ludens no es más que la revelación del hombre entero en la actividad lúdica, donde
puede manifestarse, por tanto, toda su humanidad: en el juego puede ser celoso,
envidioso, indiferente, apasionado, bondadoso, etcétera; puede jugar con o sin
inventiva, con mayor o menor fantasía, de un modo lógico o ilógico; puede tomar
o no en serio la derrota; puede transferir o no a la vida «real» el dolor
sufrido en el juego, etcétera.)
Como hemos dicho, mediante
el juego pueden ser puestas en movimiento todas
las facultades humanas. Los juegos también se distinguen entre ellos por
las capacidades que prevalentemente ponen en movimiento. Jugar a alcanzarse
requiere y desarrolla ante todo la destreza y la agilidad; la gallina ciega, la
sagacidad; las adivinanzas, la lógica y la asociación. Pero hay una facultad
que salta siempre a primer plano: la fantasía.
Precisamente porque la realidad es «sustituida» por una realidad imaginaria y
se vive en un mundo inventado y autónomo, todo juego se convierte en una satisfacción de la fantasía.
Con mucha agudeza Gehlen
detecta esa necesidad incluso en juegos que tienen objetivos muy próximos a la
vida, es decir, que superan el círculo lúdico inmanente: los juegos eróticos y aquellos
cuyo objetivo son las ganancias.
Distinguiremos tres
grandes grupos. Pertenecen al primero los juegos
de pura fantasía. Según Leontev la mayoría de los juegos infantiles son de
este tipo, y sirven prevalentemente para la interiorización social. El juego de
una niña que viste y cuida a su muñeca y el de un niño que construye un
castillo con piezas, consisten en sentir respectivamente la muñeca como una
recién nacida y el castillo construido como un castillo real. el crecimiento
los juegos de fantasía no desaparecen, sino que asumen otras formas. Una de
ellas es para los adultos el do-it-yourself. De hecho el placer que se experimenta en estos
juegos no se deriva tanto del hecho de producir un objeto útil, como del hecho
de que es producido a través del libre juego de la fantasía, de que es
satisfecha en él la necesidad de fantasía. Es también de este tipo la forma de
pensamiento anticipador convertida en un fin en sí misma, la fantasía, al igual
que los citados juegos eróticos.
Forman parte del segundo grupo los
denominados juegos miméticos, en los cuales la satisfacción de la
fantasía se traduce en la asunción de un papel. La forma más
desarrollada y plena de este juego es el teatro y bajo este aspecto el juego
mimético constituye en realidad el punto de partida y el fundamento del arte.
Pero esto no significa —como piensan algunos, y entre ellos Schiller— que el
arte mismo sea también un juego. De hecho el arte, en cuanto objetivación
genérica para-sí, no es en absoluto una mimesis puramente evocativa, sino que
constituye su objetivación elevada al nivel de la genericidad. El juego, por el
contrario, es por su carácter un fenómeno de la vida cotidiana y no supera
nunca esta esfera. Aunque con esto no queremos negar que existan numerosísimas
formas de paso entre el juego mimético cotidiano y la creación artística o su
concreción.
Los juegos miméticos tienen también
evidentemente formas menos desarrolladas. Entre los niños se verifican a menudo
temporales «atribuciones de papeles» (ahora yo soy el conductor, ahora yo hago
de maestro y tú de niño, etcétera). En ciertos casos tienen lugar
transposiciones directas a los juegos regulados (por ejemplo, el gato y el
ratón). Leontev ve en ellos un desarrollo típico:«El
juego procede evolutivamente: en primer lugar el papel claro con la situación
imaginaria y las reglas encubiertas, finalmente las reglas claras con la
situación y el papel imaginarios.»[2]
El tercer tipo es el juego regulado.
En este caso los papeles —cuando existen— pierden importancia y se convierten
en funciones dentro del determinado sistema de reglas (tú eres el que alcanza,
él es el ala izquierda, etcétera). Los juegos regulados tienen dos elementos
característicos. El primero es que son en general juegos colectivos, no es
posible efectuarlos solo. Lo que puede expresarse en una concomitancia o en una
sucesión (el fútbol y la competición entre tiradores). Pero, como siempre,
deben estar implicados un cierto número de participantes. El número
mínimo es de dos (el esgrima), pero varía según los juegos; el máximo es
indeterminado, pero no puede ser demasiado grande (diez mil personas no pueden
jugar juntas, como máximo pueden mirar, entusiasmarse, etcétera). El segundo
elemento de los juegos regulados es su carácter competitivo: en ellos se
puede ganar o perder. Incluso deben su popularidad precisamente a este aspecto
competitivo, en cuanto no sólo la fantasía encuentra en ellos un nuevo alimento
(el papel de la casualidad en los juegos regulados), sino que a través suyo
surge una particular tensión que aferra tanto a los jugadores como a los
hinchas. Los juegos de pura fantasía casi no producen tensión, son
relativamente privados y no tienen hinchas. En los juegos miméticos se crea. ya
una atmósfera de algún modo tensa, pero la causa primera de esta tensión no es
el juego, sino más bien el contenido evocado. (Cuanto más trata la historia «de
nosotros», tanto más numeroso es el público.) Los juegos regulados, por el
contrario, son por su naturaleza creadores de público. Pero también aquí es
importante el contenido: la competición entre los dos mejores espadachines del
país (una «bella competición») atrae muchos más espectadores que un partido de
fútbol entre equipos de tercera división. Sin embargo, tienen siempre un
público, porque la posibilidad de ganar o perder, la tensión y la expectativa
bastan por sí solas para atraer espectadores.
¿Cuál es, por tanto, la función del
juego en la vida cotidiana? El juego constituye una actividad que desarrolla
las capacidades. que está guiada por la fantasía, y que —dada su falta de
consecuencias— no puede ser un deber: no se podría nunca exigir, ni
nunca nadie lo ha hecho. El desarrollo de las capacidades sin consecuencias
sociales, por un lado y la inexigibilidad por otro, crean una particular esfera
y una particular consciencia de libertad. Tenemos así un momento
positivo y un momento negativo interrelacionados entre sí. Es negativo el
aspecto de la ausencia de obligación; el dato positivo es el desarrollo de las
capacidades. Hay que subrayar con fuerza que en el juego, sea cual sea el
momento de la libertad predominante, el positivo o el negativo, se trata
siempre de una libertad subjetiva. Es decir, a partir del juego no
podemos saber si determinada persona en la vida «verdadera» puede realizar sus
capacidades y cómo lo hará.
En el mundo del niño, que aún no ha
alcanzado el nivel de la conducta autónoma de la vida cotidiana, la libertad
subjetiva tiene necesariamente mucho espacio. Para los niños, por tanto, el
juego es una forma de vida «natural», una forma inconsciente de preparación
para la vida. En el mundo de los adultos las cosas son de otro modo: el
contenido del juego y la función que cumple en su vida varían sensiblemente
según el grado en que pueden realmente ser libres y según la medida y el
modo en que consiguen realizar sus propias capacidades en la vida. En épocas en
que las posibilidades de libertad en la vida son relativamente amplias, cuando
el trabajo y las relaciones sociales están relativamente poco alienadas, el
juego conserva en su totalidad la libertad subjetiva de la satisfacción de la
fantasía. En este caso no es una preparación para la vida, sino el ejercicio
sin responsabilidad de las capacidades adquiridas y de las habilidades
desarrolladas en la vida. (De este tipo eran las fiestas de los arqueros en la
Suiza de los inicios del siglo XIX.)
Todos los pensadores que han emitido
hipótesis sobre un futuro no alienado, se han interesado particularmente por la
parte que el juego puede tener en un mundo sin alienación (Rousseau, Fourier).
Por el contrario cuanto más alienadas son las relaciones sociales, cuanto mas
alienada es la actividad de trabajo y la misma vida «verdadera», tanto más
clara y unívocamente el juego se convierte en una evasión, en un punto
de apoyo, en una pequeña isla de libertad. (Un ejemplo en este sentido es la
predilección de los negros estadounidenses por el boxeo, como única ocasión en
la que un negro puede dejar k.o. a un blanco sin ser encarcelado) Los
adultos juegan la mayoría de las veces para olvidar el mundo, para crear un
mundo distinto en el lugar del real, y también para constituirse una
pseudo-individualidad en el lugar de una individualidad efectiva.
La ‘epidemia’ de hobbys indica
precisamente la difusión de esta última necesidad. Pero dado que la
libertad del juego, como hemos visto, es en sí solamente una libertad
subjetiva, no podrá nunca procurar una satisfacción completa y auténtica en el lugar
de la vida. El juego, elegido como instrumento de evasión, sigue siendo
improductivo y el mismo hombre, precisamente a causa de la libertad subjetiva
conservada de este modo, se convierte en prisionero del juego (piénsese
en el Jugador de Dostoyevski).
Y esto no sólo se verifica cuando las
consecuencias se presentan (como en la ruleta), sino también en el caso de la clásica
ausencia de consecuencias: el hombre que sólo vive sus fantasías en el juego o
que se resarce de su vida fracasada y mezquina con la victoria de su equipo de
fútbol preferido, está tan a merced del juego como un empedernido jugador de
cartas.
Hemos hablado hasta ahora de un tipo de
interacción entre la vida «verdadera» y el juego. Pero hay también otra, más
relevante y más general. A saber: (cuanto más alienadas son las relaciones
sociales, tanto más surgen los clichés, los roles estereotipados, y tanto
más disminuye en los hombres la consciencia de la responsabilidad moral
respecto de sus acciones. Quien tiene un comportamiento basado en módulos, casi
nunca o sólo superficialmente se enfrenta al contenido moral de sus propias
acciones, casi nunca o sólo superficialmente siente la responsabilidad personal
y admite las consecuencias de sus actos. Surge así el mundo del “Así lo
hacen todos” y de esta argumentación emerge un comportamiento en el que los
«roles» de las personas son entendidos como «reglas del juego», mientras que la
firmeza o el hundimiento de los hombres aparecen identificados cada vez en
mayor grado con la observancia y, respectivamente, las violaciones de tales
reglas. Se instaura así un comportamiento humano que, si es legítimo en el juego
—donde objetivamente no existen consecuencias—, cuando se difunde en la esfera
de la vida «verdadera», es de una extrema absurdidad.
En la vida, se sepa o no, todo acto
tiene sus consecuencias, las cuales quizá perjudiquen gravemente a otras
personas. Por otra parte, la vida «verdadera», cuando está dominada por la
ausencia de consecuencias y de responsabilidades convertida en comportamiento
general, ya no proporciona la libertad desarrollada en capacidades, la
autorrealización auténtica que es propia del juego.
El comportamiento de la vida cotidiana
se convierte en un juego de las partes de las funciones. Por ello, la lucha
contra la alienación se convierte en una lucha por la reconquista del
juego. Debe ser reconquistado el juego auténtico, que no es el juego de las
funciones, las apariencias, sustituto de la vida, sino parte orgánica de la
libertad finalmente conquistada.
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